Después que comienza, nadie puede detener el alud
Tres
La cara de la verdad
Hacía cinco días que el hombre yacía apuñalado bajo la ducha. Su piel estaba blanca y en su entorno ya no quedaban rastros de sangre. El chorro de agua caía con violencia sobre su espalda, donde una forma ahuecada permitía apreciar con nitidez algunas vértebras de su espina dorsal. Por primera vez la mujer al entrar se percató del olor.
Dejó los paquetes que traía sobre una mesa y anduvo revolviendo los armarios buscando una bolsa plástica de buen tamaño. Sólo encontró de capacidad mediana pero no le llamó la atención ese detalle.
Por cierto, ninguna desgracia que la acometa podrá causarle, desde el viernes pasado hasta su último día, la menor sorpresa. Supone que tarde o temprano todos aprendemos a convivir con la verdad, aunque para ello cada cual deba tener la suya fabricada a medida. Esa es la realidad, tan mutable y esquiva como la verdad.
Se le ocurre que las bolsas medianas podrían ser útiles si recurriera a “Mr. Bricolaje”. Ella había animado a su esposo a comprar aquellas herramientas en cada ocasión que él lo hizo. Pretendía que de ese modo se entretuviera reparando desperfectos de la casa como forma de distraerse. El así lo había hecho y mientras reparaba cuanto detalle asomaba ella salía. De compras, de amigas, a caminar. Eso decía.
Evitaba quedarse mucho tiempo con él en la casa: ya estaba viejo como para poder hacer el amor brindando placer. Él no entendía que no se puede andar sobre un coche en punto muerto a no ser descendiendo y que si no hay subida imposible que exista bajada.
Pero ella no recurriría a “Mr. Bricolaje”. ¿Cómo podría destroncarlo, serrar sus miembros, lacerar su carne? ¡Tanto no lo odiaba! Ni siquiera cerrando los ojos o haciéndolo a oscuras. Inclusive ahora hasta temía que al moverlo sus ojos se abrieran. Serían de reproche, estaba segura.
¿Había sido un error irse a duchar llevando un cuchillo? ¿Quién le creería que él pretendió estrangularla hasta que ella comenzó a apuñalarlo? Su brazo subía y bajaba una y otra vez, no pudo detenerse hasta que él se deslizó hasta el piso y ella a su vez cayó de rodillas sobre sus espaldas. Lo peor era que el cobarde de su amante no había vuelto. El único que había llamado en esos tres o cuatro días había sido ese socio hipócrita que se decía “amigo” de su esposo.
El sonido del timbre la quitó de sus pensamientos y durante un momento se mantuvo inmóvil. Luego fue a ver por la mirilla. ¡Marcos, el socio de su esposo, el hijo de puta! La extorsionó y obtuvo lo suyo jurando que hablaría con él y desmentiría lo que le había contado sobre ella. ¡Cómo pude ser tan descuidada! La costumbre, una se confía… Y éste va y le cuenta el chisme de la vez que la vio en un bar con otro hombre.
¿Cómo tenía las agallas de aparecer? Seguramente le llamó la atención que su esposo no fuese al trabajo sin avisarle personalmente. Al parecer no le alcanzó con que su secretaria se lo informara ni con las llamadas que él mismo realizó para dar con su ubicación. ¿Y a qué venía? ¿A descubrir un crimen o por más de lo anterior?
La zorra esquivaría la trampa. Una sonrisa extraña se desplazó sobre su rostro luego de brillar en sus ojos. Mientras el timbre volvía a sonar fue a la cocina por la cuchilla. Sumar otro muerto no extendería demasiado la condena.
El hombre, Marcos, supuso que no había nadie y decidió marcharse exactamente mientras arribaba al ascensor. De ella bajó un hombre que él, al cruzarse, reconoció como el amante de la mujer de su socio.
El hombre llegó y tocó timbre. La mujer dentro, pensando que se trataba del socio de su difunto esposo, comenzó a hervir de furia. ¡Demasiada insolencia la de ese entrometido! Y sin cerciorarse viendo por la mirilla se apresuró en salir a darle su merecido.
Marcos, evitando con la punta del pie que se le fuera el ascensor, se había quedado un momento a observar. Estuvo el tiempo suficiente para ver que la puerta se abría y a la mujer comenzando a descargar furiosas puñaladas sobre su amante.
Como desconocía que las puñaladas eran para él Marcos no pudo comprender lo sucedido. Entretanto ella descubre su error y también que era demasiado tarde. El hombre cae y ella contempla incrédula el inerte cuerpo de su querido. Al levantar luego la vista alcanza a divisar parte del rostro del socio de su esposo.
Aunque él se ocultó de prisa y permitió que el ascensor cerrada sus puertas sendas miradas se encontraron durante un instante de odio. La mujer siente el sonido de la puerta al cerrarse y tiene la sensación de que es la reja de una jaula que de pronto la encierra para siempre.
Ella está dispuesta a aceptarle al destino dictaminar cada paso suyo como lo ha hecho hasta ahora. Así que con calma, dolor y casi sin fuerzas, consigue arrastrar el nuevo cadáver dentro de su baño. Enseguida regresa con elementos de limpieza y acondiciona la entrada a su morada. Cinco minutos después allí apenas parece haber un exceso de humedad.
Dos hombres se escurren bajo la ducha y sin embargo la mujer siente que debería haber otro. Entonces especula con los pasos a seguir. El amigo de su esposo, asociado fiel, husmeador metiche, amante de un minuto, cobarde, chantajista... la ha visto. Lo sabe todo.
Él tiene para optar sólo dos posibilidades: llamar a la policía o callar. Ella tiene algunas más. Puede irse de inmediato, evaporarse del mundo y comenzar nuevamente en otro sitio. Quedarse, hacer desaparecer los cuerpos y disponerse a fingir naturalidad ante las fuerzas del orden si es que el pelele se atreve a denunciarla.
Esta última opción la seduce mucho, pues si consigue hacer prosperar su mentira podría continuar disfrutando sus bienes y los de su marido. Pero prefiere no lidiar con la sierra y los cuerpos húmedos del baño.
Además cuenta aún con un pequeño vestigio de cordura que la impele a huir lo más pronto posible. La domina un profundo deseo de venganza. Nada existe ahora que pudiese satisfacerla más que matar a ese hombre, a ese pequeño y maldito entrometido del sexo relámpago. Le asquea recordar el encuentro sexual que mantuvo con él.
Prepara una valija con lo más elemental y un bolso de mano conteniendo alhajas y el dinero disponible. Lleva además las tarjetas de crédito y las chequeras: sacará de los bancos cuanto pueda y se hará humo.
Al salir oye unas sirenas perturbando la lejanía y la recorre un escalofrío. Piensa en la lóbrega prisión pero con tozudez la descarta totalmente. Si ocurriera lo peor, a la menor oportunidad solicitará inyección letal. ¡Todo por culpa de ese metiche que lo puso en alerta! No le importaría morir siempre y cuando se haya despachado a ese infeliz. Infeliz, esa es la palabra: la peor ofensa que estima puede decirle a persona alguna.
Al fin tiene todo listo y sale. Al andar en la calle lleva el instinto despierto, el de los criminales, el de las bestias salvajes de las junglas lejanas. Por eso ha podido ver al hombre. De andar caminando con la cabeza erguida y los ojos directos al frente ha logrado descubrir al desgraciado con el simple desplazamiento de sus globos oculares. Los movimientos torpes del hombre lo han delatado. Ni siquiera sabe pasar desapercibido.
Viene tras ella. ¿Qué pretende? La mujer entiende que debe simular ignorar su presencia. Le gusta el juego. Se siente dueña de la situación. El metiche no ha ido a la policía y ese ha sido su gran error. ¿Tanto lo conmocionó nuestro encuentro sexual?
Dando muestras de aplomo se detiene ante una vidriera. Puede entonces observarlo con plenitud, y aunque su intención es transformarse de presa en cazador, no logra evitar el impacto directo de los ojos del hombre rebotando en el cristal. Eso contacto hizo correr por sus nervios un pequeño choque eléctrico
Inteligente, intuye también el azoramiento de su víctima al saberse descubierto. Pasa un ómnibus y ella sonríe. A barajar y dar de nuevo, continúa la partida. Cuando la calle se despeja nuevamente se vuelve y en lo que alcanzan sus ojos no puede divisarlo.
Comienza a caminar más despacio, quiere darle la oportunidad de que alcance su rastro. Olfatea el aire y se inyecta valor. Hasta se atrevería ahora a ir y seccionar sus cadáveres y hacerlos desaparecer. Nadie podría con ella. Ese infeliz no irá con la policía, de ser esas sus intenciones ya lo habría hecho. Simplemente merodea la trampa, fascinado como una polilla ante la luz.
Ella entiende que cual macho de viuda negra él persigue otro instante de sexo. Entonces decide que lo mejor es volver a la madriguera y aguardarlo agazapada en la telaraña. Quizá hasta podría complacer su efímero goce de fracasado semental. Se siente realmente excitada.
Ya no se preocupará de que la siga, es más, prefiere que así sea. Su sangre rebulle al circular por sus arterias, va pensando en lo que hará apenas él descargue en ella su pasión. Lo llevará del éxtasis a la muerte en el mismo instante. Tal vez en ese caso ella lo acompañe, intentará hacerlo simultáneo.
Del mismo modo que lo hace la mantis religiosa, en un segundo dejaré feliz para siempre al infeliz. Mirará sus ojos sorprendidos y extrañados ponerse turbios. Olerá su sangre tibia brotándole del cuello, pues desea su yugular. Entonces será más poderosa aun y le sobrarán fuerzas para convertir tres cuerpos en un grotesco rompecabezas. Eso piensa.
Aguarda el ascensor junto a otros habitantes del edificio sintiéndose totalmente sola, a salvo de los insectos de la espesura. Desciende en su piso y no se extraña de encontrar la puerta abierta pues en realidad no recuerda haberla cerrado al salir. La reina aguardará al zángano en la alcoba, lista para el apareamiento. Ve su reflejo de leona al pasar con elegancia felina ante el espejo de la cómoda y se enternece al imaginar al frío objeto punzante que conserva bajo su almohada ponerse tibio.
Se recuesta. Como de una cascada selvática le llega el sonido de la ducha bañando infinitamente a sus difuntos. ¿Cuánta agua deberá correr sobre ellos para lavar sus almas? A ella no. Ella contiene la pureza de la perfección, el toque divino, el celeste poder del instinto animal.
Se regodea en su admiración de tal modo que no percibe el temor que ha agitado las cortinas a su lado. Ha sido el deslizarse de un reptil: la imperceptible vibración de una cobra atravesando el follaje.
Cuando lo hace ya es tarde, una sombra difusa ha surgido de pronto y aprieta su cuello. Se siente confundida. Así no debe ser la historia. El aire le falta y la sombra, ahora sentada sobre su vientre, no le permite movimientos. Intenta tomar el bisturí de hoja brillante y filo celoso que desde el viernes pasado acostumbra dejar bajo la almohada. ¡No está! Él, su ex marido lo ha quitado.
Mueve sus piernas en el aire inútilmente, cada vez llegan menos moléculas de oxígeno a sus pulmones. Ve el rostro de la sombra, el infeliz rostro de un perdedor, de un hombre frustrado que también ha engendrado la jungla.
Es el rostro del amigo de su esposo, el socio fiel que manejará su reino si ella muere. El perdedor que de pronto se eleva al máximo podio. Ve el rostro de un payaso, el maquillado, el que esconde las facciones reales, las que siempre ha ocultado, el rostro de quien acecha en las sombras con toda la paciencia del mundo.
Mientras la vida se le escapa le parece ver su propio rostro, esa hermosa y delicada tez triunfadora. Entonces, se sorprende de no poder hacer nada cuando la contundencia de la realidad muta su belleza efímera por la lenta aparición del rostro acartonado de su muerte.