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Viaje al infierno durante el fin de los tiempos

Siempre se lamenta el fin de un paseo, de las vacaciones, de una buena fiesta... 

Ojalá no debamos lamentr jamás el fin de la civilización. Y menos como los protagonistas de esta historia, a los que toma por sopresa.

Desayuno en la otra cara del Edén

—¡Paz y amor! —dijo Marcelo poniendo los dedos en uve después de dar una última bocanada al porro.

 

Estaban sentados en una manta tendida sobre el pasto del borde del camino. El coche, exhausto, aplacaba su fatiga bajo las estrellas. En forma irremediable se había detenido, y ninguno de ellos supo hallar la forma de hacerlo arrancar.

 

Era una buena noche aunque sin luna, oscura. Bebían cerveza y una de las chicas estaba tan edulcorada como temerosa la otra.

 

—¡Por aquí no pasa nadie! —exclamó Alicia con los ojos perdidos en la oscuridad. Destellos luminosos, tan lejanos como la eternidad, arañaban el horizonte. Creyeron que se debía a derrames del crepúsculo. De todas partes surgía el clamor de los grillos. Más todo cuanto los rodeaba era oscuridad.

 

Beatriz se acunó en el regazo de Antonio: —Para no aburrirnos propongo que hablemos de sexo. ¿Quieren?

 

—¿Si queremos sexo? —preguntó Antonio, incluyendo una mirada de brillo lobuno. Beatriz simuló atacarlo, finalizando el movimiento de su mano en el aire con una caricia.

 

—¿De sexo? ¡Yo no contaré intimidades! —dijo Alicia, que se había desplazado unos metros más allá y los veía con indiferencia. Parecía la única preocupada por la situación. Observó a Marcelo, su pareja, y sin intención le envió señales de intranquilidad con la mirada.

 

La apacible sonrisa que mantuviera Marcelo se fue diluyendo en un semblante que cobraba rigidez.

 

—¡Algo ha ocurrido en el mundo! —dijo entonces, manteniendo una actitud circunspecta. Su rostro enhiesto pareció olfatear la lejanía al tiempo que sus pulmones se inflaban como un acordeón.

 

—¿Qué puede haber pasado? —preguntó Alicia con un descreimiento receloso. —¿Bueno o malo? —Se acercó a Marcelo y apoyó la cabeza en su hombro.

 

Interrumpiendo lo que pudo haber sido un momento tierno de sus amigos la voz de Antonio, desde más atrás, propuso algo:

 

—Juguemos a “¿Qué pudo haber pasado?” —sugería. Intentaba poner interés en algo para soslayar el tedio. Beatriz aseguró que sabía jueguitos más divertidos y deslizó su mano sobre la pierna de Antonio logrando inquietarlo. Antonio podía dar fe en cuanto a que sí los sabía. Ambos rieron.

 

—Está bien, supongamos que un virus, peor aún al Covid19, infectó a todo el mundo menos a nosotros por haber permanecido aislados en la cabaña —dijo Marcelo repuesto de su lapsus mientras encendía un nuevo cigarrillo.

 

—Todo sería nuestro —exclamó Antonio. Alicia dijo:

 

—¿Para qué necesitas todo un mundo? Millones de kilómetros cuadrados te estarían sobrando. Así como te sobra el egoísmo… —y pese a que eso pensaba realmente de su amigo le guiñó un ojo a efectos de que pasase como broma.

 

—En lugar de kilómetros cuadrados serían redondos —dijo aquél, ignorando la indirecta. Todos rieron—. Juntos iniciaríamos una nueva civilización.

 

—Deberíamos tener muchos hijos —conjeturó Beatriz, exagerando la lascivia de su picardía con el meneo ondulante de su cuerpo.

 

Durante un rato continuaron discurriendo sobre qué debían hacer si tal cosa hubiese sucedido. Al rato los envolvió una calma densa, sin sonido alguno. Se habían ido reuniendo sobre la manta. Refrescaba. Sentían como si el silencio más los hundiera en la oscuridad.

 

—¡Tras el fracaso de los Estados Unidos en la guerra en Ucrania se desplomó el dólar! —Especuló Antonio, evitando que tanta quietud comenzara a ponerlos nerviosos—. Finalmente, la emisión desmedida y no contar con respaldo oro lo ha hundido. A ver, imaginemos qué ocurre en semejante escenario.

Todos asumieron una actitud meditabunda y durante algunos minutos sólo se oyó el escaso sonido de fondo campestre. Parecía que nuevamente caerían en abulia cuando, uno primero otros después, comenzaron a emitir pareceres raleados sobre aquél nuevo tópico.

—Economías devastadas. Millonarios comparando precios en el supermercado. Nuevo ordenamiento mundial —decían. “¿Qué otra moneda toma su lugar?” “¿Disturbios por doquier? “¿China tomando el mundo?”

Así estuvieron casi media hora, entre ironías y conjeturas. Alicia fue quien menos participó. Había ido al coche por un abrigo y luego insistió repetidas veces con que si no encendían una hoguera iría a dormir al asiento trasero.

Los muchachos, llenos de recelo ante la profunda oscuridad de la arboleda, recorrieron los bordes del bosque juntando leña y le dieron el gusto, satisfechos de su manifiesta valentía.

Cuando vieron despuntar destellos y chisporroteos en las ramas secas volvieron a estar animados. Se formó un corrillo alrededor de la hoguera. Los rostros habían cambiado, al menos allí cerca parecía no haber peligro.

—¿Seguimos? —invitó Marcelo. Beatriz se tiró sobre Antonio exclamando: —¡Si todavía no comenzamos!

Él la retiró a un lado con suavidad y murmuró algo en su oído. Beatriz lo observó con aire de desilusión y en tono bajo pero audible preguntó: —¿Y si no se duermen? A mí no me importa, por mí lo hacemos igual.

 

Los demás bajaron la vista con discreción y dudaban sobre qué cosa hablar. Esperaban que alguien rompiera el silencio cuando Alicia lo hizo. Aunque tal vez no era lo que esperaban.

 

—Nació el anticristo —dijo Alicia, con parquedad pero a modo de afirmación categórica. Su frase tomó de sorpresa a los demás. Sin embargo Marcelo respondió de inmediato:

—Sí, pero hace tiempo… ¡Netanyahu!

Algunos rieron, nadie lo negó. Luego de un instante comenzaron a dejar traslucir su consentimiento a discutir la propuesta, comenzando a especular sobre tal eventualidad.

Al rato y apartándose del tema en cuestión Antonio dijo: —No sé si es el fulgor de la fogata o que se está nublando pero parece la ciudad, en el cielo no quedan estrellas. Aquí en el campo es donde las más brillantes pueden observarse.

—La oscuridad no necesita que le señalen el camino —exclamó Alicia en medio de una sonrisa nerviosa. No parecía ser la de siempre, estaba pálida y un manto de temor la ensombrecía.

—¿Qué pasa? ¿La yerba te pegó mal? —preguntó Marcelo.

—No he fumado —fue la escueta respuesta.

Beatriz estaba por exclamar que se estaba aburriendo cuando desde lo lejos un reflejo hirió su retina. En silencio recibió el sonoro anunció de que un vehículo se acercaba. La hoguera pareció de pronto renovar bríos. Marcelo la aplacó apartando algunas brazas. Entonces el sonido del motor permitió que todos se percataran.

Se aproximaron a la orilla de la carretera, y de inmediato comenzaron a hacer señas. El coche, un vetusto furgón, se detuvo. Un tipo calvo y obeso iba al volante, parecía agitado y estaba sudoroso:

—¿Van en esta dirección? ¡Suban! —exclamó mientras pasaba un mugroso pañuelo por su frente.

Marcelo subió a su lado, el resto detrás. De inmediato estuvieron en camino. Intentando romper el hielo Marcelo inició la conversación: —Le agradecemos mucho. Mañana volveremos con un mecánico por nuestro coche.

El hombre apartó un momento la vista del camino, ladeando hacia un lado su cabeza, pretendía ver a Marcelo en la oscuridad de la cabina. Parecía tener buen ánimo:

—¿Mañana? —preguntó, luego volvió la vista al frente.

El dejo de sarcasmo latente en su palabra y cierta extemporánea sonrisa dibujada por sus labios erizó la piel de los jóvenes. El hombre rió:

—De seguro desayunaremos con el diablo.

Destellos de alerta se encendieron en las miradas de los jóvenes y aunque más de uno pensó que el tipo estaba loco nadie dijo nada. El coche sajaba la noche, ágil y ruidoso: era cual libélula avanzando al ataque montada sobre un puñal.

—¡Muchachos! —exclamó el hombre que iba al volante —No sé por qué rumbos se han perdido… —su voz tenía un dejo de comicidad que lo tornaba pavoroso—. Tal vez no oyeron las últimas noticias: un virus desconocido se está expandiendo por el mundo cual reguero de pólvora. Además ha caído el dólar, los mercados son un desastre total, por eso al que no lo mata el virus se suicida.

—¡Bromea! —Dijo Antonio, pero su voz delataba el grado de temor que lo envolvía.

—¿Broma? Algunos creyeron que era mejor destruir el mundo antes de perder la supremacía que ostentaban. ¿Se dan cuenta? El odio es nuestro veneno. ¡Pero lo que más me molesta es que sea justo ahora! Por eso estoy apurado, como loco, nervioso.

—Si tanto desastre es cierto no veo la prisa en llegar a cualquier sitio —dijo Marcelo, su tono más que de temor era de furia.

—¿Qué prisa? Vengo directo del sanatorio. Debo acompañar a mi jefe pues ha nacido su hijo y tomará posesión del mundo. ¡Ha llegado el día! ¿Se dan cuenta? —titubeó un instante y agregó: —O la noche, como quiera verse. Tal vez ya han comenzado a caer las bombas definitivas.

Las chicas observaron en el espejo retrovisor que los ojos del hombre semejaban dos carbones encendidos.

—¡Espere! —Exclamó Antonio con reminiscencias de su voz habitual —Será mejor que nos bajemos, debemos regresar. Olvidamos apagar la hoguera y es peligroso. Además dejé… En el coche quedaron mis medicamentos.

—No. Lo han hecho bien. ¿Una hoguera? ¡Vaya! ¿Lo dices en serio? Todo está en orden, descuida —contestó el hombre con voz ahora seca, dura, lapidaria. Tal sonido cruzó hiriendo los oídos de los jóvenes cual roce de papel de lija.

—De eso se trata, de hogueras. Las luces que ven en el horizonte son incendios. ¿Acaso nunca oyeron la historia de los cuatro jinetes? Cuatro reyes brujos llevando sus ofrendas cabalgando dragones. ¡Pues allá vamos!

Lanzó una carcajada. Nadie nunca había escuchado risotada como esa. Sobre el horizonte asomaba una luna rojiza. Cabalgaron durante el soplo de su eterna noche hasta perder toda noción de la luz.

Desayuno al otro lado del Edén, relato
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