Del río. Hallada en las orillas del río. De ese río vital que recorre la humanidad con su multiplicidad de vivencias. Desde allí viene esta historia.
Tiene sabor agridulce. Creo que es amena. Nunca se pretendió que fuese perfecta. También las voces imperfectas esconden pequeños brillos que los curiosos suelen descubrir y los impacientes no advierten.
Mensaje en una botella
En medio de la corriente y navegando con dificultad, llegó a golpear mi brazo, de otro modo no la habría advertido. Era una vieja botella de vidrio verde, que tapada naufragaba copiando destellos de sol.
En cierto modo fastidiado la alcé con intención de enviarla aguas adentro, lo más lejos posible de la orilla y los bañistas. Dudé, pues lo mejor sería quitarla del agua. Entonces noté que portaba algo en su interior.
Salí del agua y ya en la arena la destapé y extraje los folios que contenía. Habían sido escritos por dos tipos de caligrafía. Sobre una de sus carillas se vertían noticias mundanas. Su escritura era prolija, lineal y austera.
Me extrañó que en el dorso de ellas, con otro tipo de letra y casi garabateada, se narraba una historia, esta sí algo extensa. Decidí llevarla a casa para leerla e interpretarla en su integridad, pues esa sí captó mi atención.
No podría transcribir aquí aquél texto, casi un galimatías, ni valdría la pena. Pero sí verter cuanto atiné a comprender tras varias relecturas. Su tosca caligrafía me permitió advertir las circunstancias del protagonista y palpar sus emociones. Así pude ir conformando una serie de sucesos que, aunque tal vez no transmitan la carga emotiva que me invadió al irlos comprendiendo, me hicieron derivar hacia la pregunta con la cual decidí titular la vía crucis de Chepo.
¿Dónde queda Oriluna?
Nunca dudó que el motivo de la infamia que lo llevó a nacer en Oriluna surgió del deseo de sus padres de establecerse allí, enamorados de las arenas doradas y esa perpetua calma sepulcral a tono del lento paso del río. Al parecer su nombre es Chepo, y aunque nunca conoceré su verdadero aspecto algo de su figura es fácil de imaginar.
Sus dos hermanos mayores tuvieron la astucia de volar apenas les crecieron alas y Chepo se fue quedando, enredado entre decenas de libros viejos en los que siempre hallaba algo nuevo. Tiempo después sintió un temblor en sus propias alas, mas teniendo en cuenta la vejez de sus padres, aceptó la imposibilidad de abandonarlos y allí se ha quedado.
Ese lugar, al que creía miserable, jamás llegó a ser algo más que un pueblo perdido entre montes pálidos que se adormecen junto a ese río manso de aguas turbias y exiguos peces. Su existencia no tuvo otra justificación que la de haber brindado alguna vez, como tibio señuelo, algunos gramos de oro de trabajosa extracción.
La gente, que había llegado atropellándose de entusiasmo y ansiedad, comenzó a irse al avizorar la escasez del mineral. Así fueron dejando sus ranchos, humildes pero nuevos, a la suerte de las alimañas. En pocos años, de las veintitantas familias que integraban el poblado quedaron sólo los Marne y ellos. Los demás lanzaron el anzuelo tierra adentro y cambiaron de pesca.
Los Amiel fueron de los últimos en irse, mientras Chepo aún no llegaba a comprender el patético significado de la mano de Soraya abanicando su complacido adiós desde la calesa. Momentos antes de partir, le había confesado que lo suyo no habían sido más que unos besos, un puñado de noches de amor a las que había recurrido ante la ausencia de otros hombres y cuando sus necesidades se tornaban insoportables.
No era necesario repetirlo, ya lo había dicho como al pasar alguna vez y sin ningún tipo de miramiento, durante la paz fatigada posterior al sexo. A ella no le importaba demasiado la cojera de Chepo, pero odiaba su giba. Decía recordar al verla un cuento oído de niña que conectaba el defecto con la perversidad. “Pero cierro los ojos y estoy con quien quiero”, advirtió sin clemencia alguna.
Por ese motivo sus encuentros debían permanecer en secreto: jamás formaría con él una familia. Así fue que ante su partida, y aunque el muchacho estaba completamente frío de indiferencia, no pudo ignorar el sabor amargo que tragaba. Ella fue también su desahogo, el canal por donde permitía que escapasen su desazón e infortunio.
Intentando imaginar cómo y dónde podría encontrar la mujer que merecía anduvo un tiempo taciturno. Procuraba estar sólo y mantenerse a salvo del acoso de Eva, su otra vecina. Era única hija de un matrimonio de edad semejante a la de sus padres, conocidos como "familia Marne".
Si bien él no tenía idea exacta, suponía que la suma de sus años no difería demasiado con la de los Eva. Además, no mentiría si afirmara que siempre imaginó que el aspecto de la joven era más grotesco del que a él lo envolvía.
Ella es obesa y su cuerpo amorfo padece crecimiento capilar excesivo. Lleva su cabello, abundante y de bucles inciertos, desaseado y con aspecto lastimoso. Posee los cachetes siempre rojos, pronunciados y sostenidos por una naciente papada. Ojos negros, pequeños y carentes de brillo, que hincados sobre una nariz redonda y porcina terminan de decorar su gran cabeza basculante.
No, no le tenía ningún afecto. Aunque era la antítesis de Soraya algo tenían en común: la fealdad que Soraya llevaba por dentro ella la exhibe por fuera. Mucho fastidiaba a Chepo sentirse el fiel de la balanza, pues estaba seguro de que él miraba a Eva de igual modo en que Soraya lo veía a él. Y le apabullaba sentir que no existía un mundo donde pudiera ser feliz, amado, y comprendido.
A veces, al observar a Eva, la imaginaba escapada de la piara de cerdos que su padre criaba y a los cuales ella alimentaba, imitando sus gruñidos mientras sus pies se hundían en el repugnante barro de la porqueriza. Ella es corpulenta, una hembra en celo permanente con deseo animal espontáneo, cosa que él entendía magnífica virtud en cualquier otra mujer, y en ella crimen imperdonable.
Se mantuvo a resguardo de los apetitos de Eva, permaneciendo el mayor tiempo posible con sus padres mientras ellos estuvieron. Aunque a veces, la visión de su cuerpo blanco brillando en el río le hacían creer en la necesidad de cerrar los ojos y abrazarla, abandonando la repugnancia de sus sentidos en manos de su deseo. Nuevamente veía en sus sentimientos los que Soraya habría experimentado hacia él, y tenía la intuición de que algo no estaba bien en tal actitud.
Una sola mirada le bastó, la vez que vio de cerca su cuerpo desnudo, para comprender con qué facilidad mataba los escasos deseos que él pudiera tener. En la primera ocasión se encontraba en el río, era una tarde calurosa y reposaba sobre la arena luego de un baño refrescante, cuando su olfato detectó la presencia de Eva.
Al volverse la descubre, terminaba de quitarse la ropa con apremiada torpeza. Ella le sonrió emitiendo algo así como un resoplido y luego correteó a su lado sin tener en cuenta su desnudez. Tropezó, se levantó riendo y continuó su juego. La arena se hundía bajo sus pasos con un sonido leve y él descubrió que al menos sus pies, libres de lodo, eran hermosos.
“Todas las personas tienen algo especial, un atributo propio, y es en los pies donde Eva manifiesta su perfección” se dijo. “En cuanto a mí, siempre supuse que ese algo especial, esa particularidad, se hallaba en mi capacidad de razonamiento e inteligencia, alguna vez elogiada no sólo por Soraya sino también por el maestro y mis padres”.
En aquella oportunidad del río, y luego de concluir la meditación sobre las extremidades de la muchacha, sus ojos perplejos la observaron iniciar una serie de movimientos sensuales sobre la arena tibia.
Eva se movía en silencio. Giraba recostada, primero hacia un lado luego hacia el otro, tocándose al mismo tiempo las partes pudendas sin dejar de verlo ni variar la mueca ansiosa de su boca. Parecía en medio de una extraña danza de cortejo, de estar burlándose de su condición y de la misma realidad, de estar riendo con indiferencia ante una mala pasada a la naturaleza: era la infame parodia, mera caricatura, de un sensual acto de seducción.
Entonces Chepo se puso de pie y comenzó a vestirse mientras ella detenía la danza horizontal de su cuerpo cubierto de arena. Estaba a punto de alejarse cuando, desde el suelo arenoso, los dos pies de la joven aferraron uno de sus tobillos y comenzaron a frotarlo.
Además, cuando se volvió para reprocharle la acción, notó al observarla que acariciaba sus inmensos senos y que, sin abandonar sus tobillos prisioneros, sacaba hacia afuera las rodillas elevando el pubis, preparando a todas luces un lugar para él entre sus rollizas piernas.
Hasta esa vez Eva nunca había intentado un contacto físico tan directo. Se libró de aquél grillete insinuante y preocupado por esa razón, Chepo volvió decaído a casa, alejándose de los vanos afanes de la muchacha, sumido en sentimientos encontrados y sensaciones erráticas.
Sus padres notaron su desazón y quizás se compadecieron de él, pues le propusieron que pensara en alejarse de ese sitio. Lo hicieron alertándolo de lo injustas e incomprensivas que suelen ser las personas, en el mundo ancho, egoísta e indiferente, con aquellas personas que acarrean deficiencias físicas.
Al verlos, tan dulces y patéticos en medio de las preocupaciones sobre su suerte, Chepo no tuvo dudas en que habían expresado algo totalmente ajeno a sus sentimientos. Y se sintió feliz al decidir quedarse y protegerlos, de modo tal que permanecer allí, con tal convicción de altruismo, lo hacía sentir inmenso, erguido, resistente y noble.
Sin embargo en poco tiempo los viejos murieron. Primero su padre y unos meses después su madre, quien no llegó a encontrarle belleza a Oriluna sin el amor de su vida. Eso pensaba Chepo por desconocer que para una madre no hay hijo malo. Suponía que mal podría él, por más que permaneciera a su lado, agradarle la vista y suavizarle la vida.
Entre uno y otro fallecimiento también ocurrió el del viejo Marne. La sorpresa la recibió el joven tras el entierro de su madre y cuando ya se disponía a irse para siempre: la vieja Marne le rogó que no las dejara solas.
El maltrecho joven soñaba con la existencia de ese otro mundo alejado de las dunas y los montes, con aquellas grandes ciudades que siempre había aspirado conocer. Un mundo donde florecían las maravillas narradas en los libros de su padre y las que, mientras llegaron, mencionaban las cartas de sus hermanos.
Pero esos detalles no contenían las perentorias súplicas de los ojos de la viuda Marne, presentes, rotundas, acuciantes. El resto del mundo no significaba para Chepo más que un cúmulo de pensamientos intangibles, abstractos. Así que, como tanto había aguardado el mundo por él, bien podía aguardarlo un corto tiempo más.
No pensó en el fin de su historia hasta el momento de la muerte de la mujer, ocurrida también en breve lapso, dándole la impresión que el tiempo en lugar de contarlo en años lo estaba midiendo en muertes.
En tanto cavaba la fosa con la acongojada Eva a su lado, carente de lascivia por primera vez desde que la conocía, comprendió el problema que significaba no saber qué hacer con ella. Lo primero que pasó por su mente fue asestarle una palada piadosa con un simple movimiento erróneo y convertirse en asesino.
Desfiló la escena por su mente de modo tan manifiesto que tuvo la sensación de haberlo hecho. Hasta le pareció sentir el olor de la sangre abriéndose paso a través de sus mechones, cual manto de lava arando una ladera, para mezclarse luego aun inmaculada y pura, con los terrones húmedos.
¿Podría irse entonces? Sería el prófugo de un pueblo fantasma, un delincuente perpetuo que daría razón a los cuentos infantiles recordados por Soraya, esos que conectaban ciertos defectos con la perversidad. Así su conciencia no escaparía de Oriluna ni podría librarlo jamás de semejante grillete.
Aquél día, cuando el sol se acercaba al cenit, y ya finalizada su tarea de ocasional sepulturero, Chepo bajó al río. Buscaba mitigar su cansancio y quitarse la transpiración antes de tomar sus cosas y marcharse sin ser visto.
Eva había permanecido sentada junto a la tumba, con los ojos bajos, y ajena a los movimientos del muchacho. Así la dejó él, pensando en la forma de realizar sus preparativos sin que ella lo notara.
El duelo de Eva duró poco, o quizás Chepo permaneció en el agua más de la cuenta, pues al salir la vio acercarse. Desde la distancia no se distinguía su desnudez, máxime teniendo en cuenta que la mirada del muchacho se distrajo en lo que portaba.
Ella desde el pueblo, y él desde el agua, llegaron juntos a la franja arenosa. Él fresco y húmedo, pendiente de sus movimientos. Ella húmeda y traspirada, sin reparar en él. Recién entonces pudo notar que Eva traía una manta y una fuente con frutas y bocadillos.
Ella extendió el edredón y en el centro depositó el recipiente. Luego, sin haber mirado una sola vez al muchacho, se dirigió al agua. Tal vez Chepo debió aprovechar la oportunidad y apresurarse en partir tras sus ilusiones, sin embargo decidió no despreciar la atención que le ofrecían en retribución a su esfuerzo, y se sentó sobre el borde de la manta a paladear el sabor de una manzana.
Ella tomaba su baño indiferente a la presencia varonil. Su actitud, de mantener apartada de él su mirada, otorgó a Chepo la libertad de continuar viéndola sin despertarle falsas presunciones. Aun al salir, los ojos de Eva no rozaron los del joven; tampoco cuando se sentó al otro extremo de la bandeja, abrazándose a sí misma como con frío.
La mirada de Chepo continuaba evitando la de Eva, yendo de la fuente de alimentos a inciertos lugares de la anatomía femenina que tenía a su frente. Sobre todo sus pies y tobillos, que por su forma de estar sentada iniciaban un túnel hacia la negrura de su entrepierna.
Una vez satisfecho su apetito Chepo intentó encontrar las palabras exactas para alejarse. Entendió que era demasiado tarde para hacerlo en silencio. También le daba pena escapar como un cobarde y pensar en que nunca sabría nada del incierto futuro de la muchacha.
Además, una inquietud comenzó a acosarlo, una ansiedad que aceleró su respiración y bien sabía Chepo de qué se trataba. Procuró apartar de su mente las evocaciones que parecían traer a Soraya a su proximidad, mas significaron un estímulo difícil de ignorar.
Trató de ocultar lo que le ocurría cubriendo su erección con manos y antebrazos. Tal vez ella no lo notó, pero sí vislumbró sus intenciones de marcharse, pues inclinó su cabeza y comenzó a lagrimear suavemente, como resignada.
Su agobio dio a Chepo desazón e incertidumbre, por lo cual se mantuvo en silencio un lapso de tiempo difícil de determinar. Así estuvieron un rato, él compungido, ella sofocando su desesperación. Seguramente, ambos inmersos en sentimientos diversos, algunos quizá antagónicos.
Uno de los pies de Eva había quedado cerca de una de las manos de Chepo, quien sin saber cómo se encontró de pronto acariciándolo suavemente. Es posible que en realidad intentara consolarla, cosa que logró pues notó que se aplacaba su tristeza y comenzaba a respirar con más calma. También, y por primera vez, Chepo la reconoció mujer.
Tuvo entonces la sensación de que un cambio mágico se manifestaba en el aire alrededor de Eva, amortiguando su fortaleza y poderío para mostrarla indefensa y a la vez llena de ternura y candor. Fue de tal modo entonces que Chepo perdió interés en disimular sus sensaciones y se entregó al instinto.
Los últimos habitantes del pueblo hicieron el amor hasta el atardecer. Como los animales, como los hombres, como los dioses. Caminaron luego a una de las casas de la mano y Chepo comprendió al fin que jamás se iría de Oriluna.
Alguna vez, tarde y a solas, Chepo lloró. Tal realidad representaba tremenda decepción, mataba sus viejas intenciones. Lloró, esa circunstancia irrenunciable encarnaba lo que no había querido comprender ni aceptar, aquello a lo que había cerrado los ojos y pretendió ignorar durante tanto tiempo. Lloró pues había hallado su imagen del espejo, su homólogo femenino, su otra mitad. Y siendo esto tan obvio, en nada se parecía a lo que siempre había imaginado.
Ella era Chepo y Chepo era ella. La única diferencia apreciable radicaba en las lecturas que, influyendo en los razonamientos del joven, lo apartaban de su ser natural. Tal cosa hacía a Eva más pura que él, más genuina. Su espíritu estaba inmaculado, y el de Chepo corrupto por la esencia de otros hombres, tan normales en su entorno como él lo era en el que siempre lo rodeó y se negaba a percibir.
Lo invadió el sabor amargo de comprender que debía olvidar sus intentos de pertenecer al mundo de Soraya. Ese mundo estaba construido bajo otras premisas, y él jamás tendría plena cabida en él. Dolía, pero el dolor purifica. La comprensión lo acercaba a la realidad, desnudaba su alma, le permitía aceptar su condición con honestidad y con ello apreciar la verdadera magnitud de su alma.
Vislumbrando un camino cierto de realización, concluyó que el legado de sus lecturas radicaba en haberlo apartado de lo animal, de lo netamente instintivo. Y de todos modos lo valoró, pues de esa manera pudo apreciar lo que de otro forma le habría pasado desapercibido.
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En Oriluna es verano y los peces han vuelto a proliferar. Chepo está tan feliz, que después de mucho tiempo ha decidido escribir unas líneas al dorso de las viejas misivas enviadas por sus hermanos.
Mientras aguarda impaciente la llegada del anochecer observa a sus críos retozar sobre la arena. Y aunque ahora sabe que nunca lo necesitó, mediante algunas frases decidió saludar al desconocido mundo desde los ajados folios que ha escrito. Por eso bajo la luna, junto a Eva y su prole, como en un rito, las ha volcado al río.